Escrito por: Federico del Castillo y Ricardo Fraiman
#ReformaPolicial #PoliciaNacional #ModeloPolicial
No es habitual ver a un elefante correr. De hecho, ni siquiera sabemos si los elefantes corren, trotan, o simplemente caminan rápido. Es que mientras la mayoría de los animales corren separando su cuerpo del suelo, los elefantes nunca dejan de estar en contacto con él. Al correr, su centro de gravedad prácticamente no se desplaza, y al menos dos de sus cuatro patas están en contacto con la tierra en todo momento. De hecho, sus patas delanteras corren atolondradamente, mientras que las traseras ni siquiera se flexionan; van prácticamente caminando. Corren, pero no corren.
La metáfora es útil para pensar el camino transitado por la Policía Nacional de Uruguay en los últimos años. Y es que entre 2010 y 2020, este elefante de 33.000 funcionarios despertó de una prolongada siesta y fue puesto al trote hacia el proceso de reforma policial más significativo desde el retorno democrático, que presentó incluso rasgos innovadores en el contexto latinoamericano.
Existe abundante material descriptivo sobre reformas policiales, pero pocos textos exploran tras bambalinas para explicar el cómo de una reforma policial. Nos proponemos aquí reflexionar sobre los mecanismos que pusieron en marcha este proceso y sus limitaciones. Para hacerlo, invitamos a las y los lectores a acompañarnos en un desplazamiento conceptual. No concebimos los procesos de cambio institucional (y tampoco las políticas públicas en general) como procesos unilineales, diseñados, ejecutados, monitoreados y evaluados desde un punto de llegada hasta un punto de destino predefinidos. Por el contrario, transformaciones de gran envergadura como las reformas policiales requieren ser pensadas con sus idas y venidas, sus tiempos institucionales y burocráticos, y con diferentes repertorios conceptuales que los intervienen. Es decir, más cerca del trote de un elefante que de los 100 metros que corre un deportista en una pista de atletismo.
Pasos en falso y aprendizajes sobre la marcha
Para analizar este complejo entramado institucional, comenzaremos señalando lo más importante: la reforma policial uruguaya se construyó sobre alianzas efectivas entre líderes políticos y policiales reformistas que hicieron posible la gobernanza civil de la Policía. Cabe preguntarse entonces ¿cómo sucedió esa búsqueda de confianza y control?
Algunos años después de iniciado su mandato en 2005, el gobierno progresista se decidió, por fin, a abordar los temas policiales. Lo hizo, sorprendentemente, con unos pocos supuestos generales. Sorprendentemente porque el proceso de reforma de cualquier Policía requiere de la implementación de un paradigma nuevo, y en este caso el clima entusiasta pero austero en ideas apenas concuerda con los desafíos de un gran cambio organizacional. Los supuestos son fáciles de enumerar: (a) la necesidad de desterrar cierta actitud “milicofóbica”[i] de la izquierda en general y del gobierno progresista en particular; (b) la convicción de que gobernar la seguridad demanda la construcción de relaciones de confianza con la Policía; (c) la creencia en que la Policía necesitaba un mayor apoyo de la Política para actuar; (d) la intención de comprender las percepciones, diagnósticos y problemas policiales para encontrar en conjunto las soluciones; (e) la pretensión de que la alta Policía se ciña, en todas las instancias y decisiones, a la alta Política[ii]; (e) la certeza de que la Policía estaba desprofesionalizada y precarizada, y que para activar un cambio era necesario profesionalizarla y dotarla de las herramientas necesarias para cristalizar todos estos supuestos en acciones.
Según estos puntos de vista, las formas de ser en el mundo obligan a los modos en los que deberíamos actuar en él. Por lo tanto, en un primer momento, se seleccionaron policías que se ajustaran al tipo ideal implícito en los supuestos de cambio para dirigir a la Fuerza: un policía honesto, leal, dispuesto y profesional. Esta primera etapa del proceso de cambio demandó al menos dos años y a través de ella se seleccionaron policías para la Dirección Nacional de la Policía y el principal distrito policial del país, la ciudad de Montevideo. Los policías a cargo de estas dependencias coincidían en algunos atributos: honestidad, profesionalismo, disposición al aprendizaje, diálogo y permeabilidad al asesoramiento de especialistas internacionales así como al de técnicos del Ministerio del Interior.
De esta manera, policías y civiles comenzaron a construir un lenguaje que solamente tras ensayos, comprobaciones y aprendizajes propios de las nuevas modalidades de gestión del delito se consolidaría como una lingua franca. Identificamos un momento en que la búsqueda de este lenguaje comenzó a adquirir una gramática inteligible. Un episodio que puso en crisis las estrategias tradicionales de desembarco y “apriete” policial en los barrios al exhibir sus limitaciones, lo cual sirvió de oportunidad para ensayar nuevas estrategias en el futuro.
Nos referimos a la puesta en marcha de los llamados “megaoperativos”, estrategias invasivas de saturación policial inspiradas en la teoría nativa policial que asignaba a los asentamientos irregulares el locus preferencial del delito urbano; en particular de la rapiña, un tipo delictivo diseñado para punir el robo a mano armada o bajo amenazas. El sentido común policial esencializaba atributos criminosos a los habitantes de estos asentamientos, y/o sostenía que la falta de control y protección estatal de esos territorios eran la causa del problema. Los mandos ministerial y policial diseñaron los megaoperativos inspirados en el modelo brasileño de control territorial de favelas, el Programa Nacional de Segurança Pública com Cidadania (PRONASCI), que articulaba políticas de seguridad con acciones sociales, para diseñar su intervención.
Los megaoperativos acumularon objeciones de todo tipo y procedencia, y pueden considerarse un gran fracaso. Parte de ello se debe al torpe diseño de la intervención policial: múltiples allanamientos simultáneos con incautaciones risibles de armas y drogas; decenas de detenidos para procesar a una o dos personas; ostentación ineficaz de la autoridad policial; malestar social por la estigmatización que significa reducir a todos los habitantes de un asentamiento a la condición de delincuentes. Pero permítasenos llevar la crítica a un nivel más profundo: la intervención multiagencial fue apresurada, no se pudo planificar ni crear intervenciones focalizadas y, sobre todo, despertó un gran malestar en los políticos a cargo de las agencias de protección social.
Sin embargo, este fracaso acredita la necesidad del cambio más que socavarla. Supone sencillamente que el cambio es necesario tanto en la relación de la política con la policía como en las competencias técnicas de esta última. Aunque se cuente con el apoyo de todas las agencias del Estado, sin una definición precisa de los problemas no hay modo de resolverlos. Por primera vez, el Ministerio del Interior colocó en el espacio público un diagnóstico socio-criminal que demandó la conjunción de todos los esfuerzos del Estado. Planteó, de un modo grosero y rudimentario, las consecuencias sociales de la desigualdad y los límites de la labor policial: si el crimen tiene causas sociales, estas últimas deben ser abordadas de un modo preventivo por otras agencias del Estado.
La experiencia significó la conjunción de distintos actores institucionales en un campo que a la mayoría ponía incómodos: la violencia criminal. Las objeciones externas fueron múltiples, pero dentro del Ministerio del Interior, probablemente tres nuevos supuestos hayan revisado los anteriormente citados: (a) es urgente profesionalizar a la Policía y ampliar en mucho sus competencias de diagnóstico; (b) para prevenir y reducir el crimen hay que ensayar nuevos métodos; (c) las intervenciones deben tender a ser multiagenciales dada la multidimensionalidad del fenómeno delictivo. El fracaso de los megaoperativos fue sucedido por una de las etapas más fermentales, experimentales y creativas de la historia del Ministerio del Interior y la Policía.
Tiempos fermentales y de experimentación
Entre el 2013 y 2014 dos procesos de cambio se ensamblan. El primero es el Programa Integral de Seguridad Ciudadana (financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo), un programa piloto que, entre otras cosas, buscaba desarrollar el policiamiento preventivo y ser un banco de pruebas organizacional donde desarrollar y evaluar distintas estrategias policiales para universalizar aquellas que probaran su eficacia. El policiamiento orientado a problemas (POP) y el patrullaje en puntos calientes fueron dos de las principales iniciativas que surgieron de este programa, que fueron ensayadas en tres comisarías de Montevideo.
El segundo proceso, mucho más importante y de mayor envergadura, fue la reestructura de la Jefatura de Policía de Montevideo (en adelante “la Reestructura”), distrito con el 80 % del delito de Uruguay y con el mayor número de policías. Fue un proceso descentralizador, que creó una estructura organizacional de cinco Jefaturas Operacionales (cuatro territoriales y una de personal de apoyo). Si el Programa de Seguridad Ciudadana es un proyecto experimental que busca cambiar el modo de gestión del delito, la Reestructura puede considerarse un proceso con un doble propósito: mejorar la eficacia de todas las funciones policiales y reducir las irregularidades y desvíos de la labor de la Policía. Esta estrategia implicó la creación de cuatro “Zonas” que absorbieron las funciones de investigación, respuesta policial y seguridad que antes ostentaban las comisarías, unidades que despertaban sospechas (y acumulaban certezas) de corrupción policial.
El programa piloto y la Reestructura se encontraron para no colisionar. Si las comisarías pasan a un segundo plano, un proyecto que busca su mejora no tiene destino. Se decidió, entonces, universalizar algunos de sus componentes y evaluar sus acciones más prometedoras para ampliar su alcance a todo el territorio de Montevideo.
Mirada en perspectiva, podemos afirmar que esta fue la etapa más veloz, fermental, abierta y coordinada de todo el proceso de cambio que describimos. En pocos meses, a través del Programa piloto, se extendieron los cursos que impartieron universidades de renombre internacional (Universidad de Cambridge, University College of London, y John Jay College of Criminal Justice) a cientos de policías de la Jefatura de Policía de Montevideo. Políticas de seguridad basadas en evidencia, policiamiento orientado a la solución de problemas, métodos de investigación policial, patrullaje disuasivo en puntos calientes, modelos estadísticos de representación espacial del delito, y técnicas de análisis criminal se convirtieron en tópicos habituales del lenguaje diario de policías de todos los grados, tanto de los oficiales como del -hasta ese entonces- personal subalterno.
A la vez, se contrató el software de predicción del delito, Predpol, y se diseñó un experimento que dividió aleatoriamente a Montevideo en dos secciones: once comisarías fueron asignadas al software mientras otra cantidad similar estuvo a cargo de los pronósticos realizados por la flamante Dirección de Información Táctica (DIT) que funcionaba en la órbita de la Jefatura de Montevideo. El Programa de Seguridad Ciudadana aportó el software Predpol y el asesoramiento del Centro de Criminología de la Universidad de Cambridge para la mejora de los métodos de predicción delictivos, la División de Desarrollo Institucional del Ministerio realizó el monitoreo de los tiempos policiales asignados a cada punto caliente, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Universidad de Maryland aportaron una evaluación experimental, la Jefatura de Policía de Montevideo creó el grupo policial de analistas y realizó un esfuerzo monumental para disponer que los policías encargados del patrullaje de respuesta, destinen su tiempo libre a la disuasión. Pero nada de esto pudo hacerse sin una serie de controles sobre el trabajo policial que fueron posibles a través del gobierno civil efectivo de la fuerza: la instalación de un sistema de geolocalización instalado en las radios de los recursos desplegados en el territorio, y un sistema de control de combustibles instalado en los patrulleros. Ambas tecnologías permitieron la localización de los policías y el monitoreo de su permanencia en los lugares asignados. Por primera vez, se diseñó el esbozo de una política pública de seguridad con el trabajo en equipo de policías, técnicos civiles de distintas oficinas del Ministerio del Interior y asesores y expertos externos.
Las lecciones extraídas de esta experiencia fueron múltiples. Algunas de ellas: que los horarios vespertino y nocturno demandaban mayor presencia policial, que el patrullaje pie a tierra es más eficaz para disuadir el delito que el vehicular, y que la metodología de análisis criminal que llevaba adelante la DIT era más adecuada que la del software Predpol.
Muchas de las nociones usuales de aquí en más encuentran en esta experiencia sus fundamentos. Los supuestos ya señalados pueden completarse, entonces, con las siguientes proposiciones: (a) la importancia de contar con una Policía altamente capacitada; (b) la necesidad de conformar equipos de trabajo; (c) la innovación, el monitoreo y la evaluación permanente es la tríada óptima de la política pública de seguridad; (e) la evidencia empírica y el asesoramiento académico externo son urgentes para resolver los problemas más desafiantes; (f) las formas organizacionales (estructura, cantidad de personal, incentivos, etcétera) deben estar orientadas por los diagnósticos del delito; (g) las tecnologías no son neutras y contienen implícitos paradigmáticos, (h) el reconocimiento del impacto sobre la imagen policial del uso de nuevas tecnologías y la adquisición de conocimiento aplicado.
En pocas palabras, la conclusión de este experimento esbozó un nuevo paradigma.
La evangelización en el nuevo paradigma
Existen rasgos comunes que encontraremos en todos los nuevos dispositivos del Ministerio del Interior y su Policía. Porque quiere reducir el crimen de manera imperiosa, el elenco gobernante, a diferencia de la Policía o los funcionarios civiles, se ha de convertir en un promotor del cambio. A los ojos de los policías o los técnicos, es imprudente acelerar los cambios cuando no se han institucionalizado sus avances. Para ellos, la estabilidad es esencial. En cambio, ha de ser posible desarrollar transformaciones si se ha encontrado un paradigma, y no solamente ha de ser posible en teoría, sino que esa posibilidad puede instrumentarse cuando se han también descubierto los medios para hacerlo. Sin duda, la conjunción de distintas oficinas civiles junto a policías honestos y capaces, con el apoyo político necesario, puede alcanzar la velocidad anhelada.
Una vez admitido esto, la Política impulsó tres proyectos casi en simultáneo: una nueva Ley Orgánica Policial, la reforma de la educación policial, y la creación del Programa de Alta Dedicación Operativa (PADO). Nos centraremos en este último.
El PADO fue una estrategia de patrullaje policial pie a tierra en segmentos (tramos de calles de 100 metros) y horarios de alta concentración delictiva, inspirada en los saberes desarrollados durante el proceso que describimos aquí. El PADO ofreció una compensación económica a los policías que estuvieron dispuestos a trabajar durante los horarios de mayor concentración del crimen. El trabajo de análisis criminal y el trabajo operativo se mantuvieron asociados porque la supervisión, la logística, el monitoreo permanente y el rediseño de las tácticas policiales recayó en las mismas jerarquías policiales. Cada una con sus funciones, pero trabajando al unísono sobre responsabilidades compartidas que ya no tenían límite o definición clara.
La estrategia resultó en la reducción de la rapiña en los puntos donde se desplegó el programa[iii], y a su vez la consagración de un enorme esfuerzo organizacional. Pero el éxito organizacional del PADO no se consideró del mismo modo en que se estimó la reducción del crimen que produjo. Y quizá aquí encontremos uno de sus límites: mientras el PADO redujo las cifras del crimen, otros proyectos, como el policiamiento orientado a la solución de problemas (también sostenidos en la evidencia empírica), carecieron de los recursos humanos necesarios para su implementación. Hubo que esperar los efectos de la implementación del nuevo Código Procesal Penal, de carácter acusatorio, para que el PADO diera lugar a otras iniciativas policiales innovadoras.
Toda Policía sin control civil, o toda Policía en la que la burocracia civil no ejerza una función de monitoreo, o toda Policía en la que los funcionarios estatales carezcan de información acerca de ella, es una Policía antidemocrática. El Programa de Alta Dedicación Operativa es el modelo que orientó las iniciativas del Ministerio del Interior hasta el final del período, un triángulo de tres vértices bien definidos: las autoridades políticas, la jerarquía policial y los funcionarios técnicos.
El nuevo modelo de Policía estaba delineado: una Policía abierta al mundo civil, al conocimiento académico, como al monitoreo de funcionarios civiles, moderna, capacitada y ceñida al poder político democrático.
El descanso tras el trote
Comenzamos nuestro texto con la metáfora de un elefante al trote, y no con la de, pongamos por caso, un halcón peregrino volando a 320km/h. Y es que la reforma policial estuvo signada de impulsos acelerados y a la vez desplazamientos lentos, retrocesos, accidentes y saltos imprevistos. El proceso desembocó en un callejón sin salida, y bastaron pocos meses para que un cambio en la orientación política del gobierno nacional implicase la interrupción de procesos consolidados y otros en vías de consolidación. La reforma cesó su trote en 2020, para dar paso a un modelo policial basado en valores, saberes y prácticas tradicionales.
Visto esto en perspectiva y a contraluz de lo anterior, el contraste entre un modelo y otro es significativo. Como aquí hemos decidido enfatizar el cómo se hizo, dejamos de lado muchas dimensiones vinculadas a lo qué se hizo. Así que para ser justos con esto último, vale al menos mencionar las transformaciones doctrinarias que desmilitarizaron la Policía. Por ejemplo, la reducción de la escala de ascenso de 14 a 10 grados. la unificación del escalafón de suboficiales con el de oficiales en un solo escalafón, la priorización de los méritos y el desempeño educativo por encima de la antigüedad para el ascenso, y los cambios en el régimen disciplinario policial, sustituyendo sanciones por arresto por sanciones pecuniarias. Asimismo, la reforma educativa contribuyó a reducir la distancia jerárquica entre el personal subalterno y los oficiales, reflejada por ejemplo en la apertura de mecanismos de ingreso a la carrera de oficiales para subalternos, la homogeneización de sus currículos y la suspensión del régimen de internado que establecían experiencias formativas diferentes entre oficiales y subalternos. No menos importante, son destacables la dignificación de las condiciones de trabajo de la Policía, que incluyó dotarla de herramientas adecuadas para el desempeño de sus funciones (flota vehicular, armamento, comunicaciones, equipamiento, uniformes, etcétera) y aumentar el salario de los funcionarios policiales a niveles históricos y por encima de la inflación, entre otras iniciativas que excluimos simplemente por razones de espacio.
Ahora bien, ¿por qué estas transformaciones no sobrevivieron el cambio de administración acontecido en 2020? En otras palabras, ¿por qué la reforma policial fue reemplazada por un modelo regresivo, desanclado de la evidencia, autoritario y desprofesionalizante? Para responder esta pregunta hace falta un libro, así que arriesgamos aquí simplemente algunas hipótesis preliminares.
Un primer elemento a considerar se apoya, paradójicamente, en uno de los baluartes de la reforma: la dependencia excesiva de un equipo de líderes policiales plausible de ser sustituido con facilidad. Si bien el núcleo duro de liderazgos civiles y policiales permitió poner en marcha transformaciones significativas, obstaculizó el derrame y consolidación de la profesionalización policial hacia el resto de la institución. El reemplazo de estos jerarcas atado al cambio de gobierno, interrumpió definitivamente la reforma policial.
Segundo, la sumisión a los datos delictuales para medir el éxito o el fracaso de las reformas policiales. La policía por sí sola no debería tener el monopolio para reducir el delito (¡ni debería tenerlo!). Las políticas sociales en Uruguay no acompañaron el rumbo emprendido por la policía, y fallaron en incorporar una dimensión de seguridad y asumir el papel protagónico que debería corresponderles en esta materia en el contexto de un gobierno progresista. Así, el crecimiento de los delitos en Uruguay durante los años de la reforma eclipsó las transformaciones más sustantivas acontecidas en la Policía, desplazándolas a un segundo plano y facilitando su interrupción.
En tercer lugar, un dilema ideológico, que quizás sea el más importante. Reformar a la policía desde el progresismo no debería consistir únicamente en ejecutar políticas modernas e innovadoras, sino en modificar la matriz conceptual de la Policía, vecina del sentido común punitivo que encontramos extendido en otros espacios sociales. En este sentido, no se consiguió del todo interpretar el sentir del grueso de la Policía para presentar estas transformaciones como una alternativa a las prácticas tradicionales, y así transformar efectivamente el quehacer policial. Y es que el sentido de estos cambios no es el mismo para un jerarca político que para un agente que trabaja turnos de 24 horas en una comisaría del interior del país. La interlocución con actores policiales externos al círculo de confianza se vio limitada, en parte, hay que reconocerlo, porque 10 años no es suficiente para hacer que todos los componentes del elefante se desplacen a la misma velocidad.
Por otro lado, la interlocución también se vio limitada hacia afuera de la institución. Pero no únicamente por desaciertos en la comunicación del Ministerio del Interior, sino también por el desinterés en la escucha de parte de actores de las agencias de protección social y de sectores del campo progresista. Seremos precisos en este punto: la Policía uruguaya orientaba sus prácticas sobre un marco doctrinario de 1971, que preparó su militarización tras el golpe de Estado de 1973. La inadecuación a las condiciones políticas, sociales y delictivas era casi total. Era menester emprender una reforma que modernizara todos los aspectos del quehacer policial y permitiera una comprensión realista de los problemas de seguridad actuales. Quizá el lector desprevenido pueda suponer, sin más, que una reforma policial ensayada por un gobierno progresista adquirirá automáticamente su mismo signo político. Pero no es cierto que por basarse en la evidencia proveniente de la criminología empírica y ser enunciadas desde una plataforma de izquierda, estas transformaciones sean esencialmente progresistas. Su sentido progresista debe encontrarse, en cambio, en el contexto en el que estas acciones adquieren sentido. En la Policía Nacional de Uruguay del siglo XXI, estas transformaciones fueron profundamente rupturistas y significaron un cambio de rumbo radical de la Policía desprofesionalizada y con rasgos militaristas que la precedió.
Pero el campo progresista no leyó la reforma de esta manera. Prefirió el confort de encontrar continuidades entre un modelo y otro. Si la izquierda y el campo intelectual no están dispuestos a abandonar el comité de base o la universidad para conversar con la Policía, intercambiar ideas, y proponer marcos y esquemas conceptuales traducibles a este último ámbito (es decir, estar a la altura de ser un interlocutor válido para la Policía) las reformas corren el riesgo de ser traducidas al sentido común policial y derivar así en sofisticaciones del punitivismo más burdo.
[i] El término “milico” se adjudica en Uruguay tanto a policías como a militares. Los policías se refieren con frecuencia de ese modo entre sí. Sobre todo, cuando suelen criticar aspectos supuestamente “esenciales” o “tradicionales” de su comportamiento.
[ii] L’Heuillet, H. (2009) Baja Política, Alta Policía. Un enfoque histórico y filosófico de la policía. Prometeo Libros, Buenos Aires.
[iii] Véase Chainey, S. P., Serrano-Berthet, R., y Veneri, F. (2020). The impact of a hot spot policing program in Montevideo, Uruguay: An evaluation using a quasi-experimental difference-in-difference negative binomial approach. Police Practice and Research, 22(5), 1541-1556.